Célebre por su literatura infantil, creó personajes conmovedores, como Manuelita la Tortuga, que inspiró la película “Manuelita” (1999), dirigida por Manuel García Ferré. Sus temas fueron musicalizados por personalidades como Mercedes Sosa y Joan Manuel Serrat y trascendieron las fronteras argentinas. María Elena Walsh nació en el barrio de Ramos Mejía, en Buenos Aires, el 1º de febrero de 1930.
Su papá era un ferroviario inglés que tocaba el piano y cantaba canciones de su tierra; su madre era una argentina descendiente de andaluces y amante de la naturaleza.
Fue criada en un gran caserón, con patios, gallinero, rosales, gatos, limoneros, naranjos y una higuera. En ese ambiente emanaba mayor libertad respecto de la tradicional educación de clase media de la época. Tímida y rebelde, leía mucho de adolescente y publicó su primer poema a los 15 años en la revista “El Hogar”. Poco después escribió en el diario “La Nación”.
Un año antes de finalizar sus estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes publicó su primer libro (en 1947), “Otoño imperdonable”, que recibió el segundo premio Municipal de Poesía y fue alabado por la crítica y por los más importantes escritores hispanoamericanos. A partir de allí su vida dio un vuelco: empezó a frecuentar círculos literarios y universitarios y escribía ensayos. En el año 1949 viajó a Estados Unidos, invitada por Juan Ramón Jiménez. En los años ’50 publicó “Baladas con Ángel” y se autoexilió en París, junto con Leda Valladares. Ambas formaron el dúo “Leda y María”: actuaron en varias ciudades como intérpretes de música folclórica, recibieron premios, el aplauso del público y grabaron el disco “Le Chant du Monde”. Por esa época comenzó a escribir versos para niños. Sus canciones y textos infantiles trascendieron lo didáctico y lo tradicional: generación tras generación sus temas son cantados por miles de niños argentinos.
Realizó además recitales unipersonales para adultos. En 1962 estrenó en el Teatro San Martín “Canciones para mirar”, que luego grabó con CBS. Al año siguiente estrenó “Doña Disparate y Bambuco”, representada muchas temporadas en Argentina, América y Europa. En los años ‘60 publicó, entre otros, los libros “El reino del revés”, "Cuentopos de Gulubú", “Hecho a mano” y “Juguemos en el mundo”. En los ’70 volvió al país y en 1971 María Herminia Avellaneda la dirigió en el filme “Juguemos en el Mundo”. También escribió guiones para televisión y los libros “Tutú Maramba”, "Canciones para mirar", “Zoo Loco”, “Dailan Kifki” y “Novios de Antaño”.
En 1985 fue nombrada Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires y, en 1990, Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de Córdoba y Personalidad Ilustre de la Provincia de Buenos Aires. En 1994 apareció la recopilación completa de sus canciones para niños y adultos y, en 1997, “Manuelita ¿dónde vas?”.
María Elena Walsh es una verdadera juglar de nuestros tiempos, cuando recita y canta sus versos, pero también, cuando denuncia subliminalmente diversas cuestiones sociales. Toda su rebeldía, su desencanto, su oposición, su amor a la naturaleza y a los niños han quedado reflejados en numerosos poemas, novelas, cuentos, canciones, ensayos y artículos periodísticos.
EL OVILLO.
Voy a contarles un cuento que me contaron hace añares, no sé si lo recuerdo bien porque la memoria se pasea mucho, los cuentos cambian todo el tiempo, y los chicos no se quedan quietos.
El cuento dice más o menos así:
Éste era un pueblo chico y feo. No llovía y no llovía, y el suelo estaba reseco alrededor del rancho de la familia Chumpi. La bomba no tiraba una gota más. De noche, en vez de rocío, caían espinas de cacto.
El padre se había ido a cazar peludos o lo que encontrara. La madre lidiaba con un montón de hijos en vacaciones. Estaban tan sucios que no se sabía si eran rubios o morochos, nenas o varones.
La cabra y el cabrito parecían muñecos de alambre. Los frutales sólo hubieran servido para leña.
Al fin la madre dijo: -Vayan todos a buscar algo de comer, por ahí desentierran una batata, pero cuidadito con robar.
Y allá se van corriendo todos juntos, menos Rocío, que es la más chica, y toma por otro camino, con su gato flaco Bergamín pisándole los talones.
La madre se pone a amasar su último pan, con harina de yuyo seco y un poco de baba de cabra, y, de paso, canta una copla que dice: No quiere llover, sale una nube y se vuelve a perder…
Así pasa el día y los chicos van volviendo más sucios todavía. ¿Qué encontraron?
¡Claro, un pedazo de pelota, tres figuritas pisoteadas y unos cascotes, porque brillaban de mica!
Los maullidos de Bergamín anuncian a Rocío: vienen rendidos, con la lengua afuera y los pelos llenos de abrojos. ¿A ver qué basura encontraron ustedes?
Rocío muestra el puño cerrado, le da vergüenza abrirlo, pero al fin estira los dedos uno por uno. ¿Qué es? ¡Bah! Un ovillito de hilo celeste muy enredado.
-Ni para remiendo sirve –dice la madre, pero no acaba de hablar cuando el ovillo escapa de la mano de Rocío… se desanuda solo y resulta que es un hilito de agua, que empieza a viborear y rodar.
Cuando sale del rancho se convierte en arroyo, y el arroyo canta y da vueltas y engorda y crece y todos miran, se quedan como de palo, los ojos muy abiertos.
La cabra y su cría beben hasta reventar. Entonces los chicos chapotean y vemos que son lindos y feúchos, rubios y morochos, cuatro varones y tres niñas, contando a Rocío, que va a buscar un trozo de jabón. El gato Bergamín se trepa a un árbol huyendo del baño.
Juntan agua en todos los cacharros que tienen y se van a dormir con hambre pero al fin sin sed. Tienen miedo de que al amanecer el hilo de agua haya desaparecido como un sueño.
Cuando despiertan, el sol ya está redondo y el río sigue allí. ¡Qué misterio misterioso, señores! Durante la noche han nacido brotecitos muy verdes, ha vuelto el benteveo a bañarse y el agua tan limpita deja ver cómo juegan unos cuantos peces de plata.
Y ahí vuelve papá Chumpi, con un atado de choclos y tres huevos de ñandú.
¡Ja!
Deja caer todo y primero se queda tieso mirando el río, después va a buscar una caña y pesca que te pesca.
¡Y todos contentos, gracias a Rocío y su ovillito de hilo celeste, que no era más que agua dormida al pie de un sauce amarillo!
Dicen que dicen que así nació el río Lapizul.
HISTORIA DE UNA PRINCESA, SU PAPA Y EL PRINCIPE KINOTO FUKASUKA.
Esta es la historia de una princesa, su papá, una mariposa y el Príncipe Kinoto Fukasuka.
Sukimuki era una princesa japonesa. Vivía en la ciudad de Siu Kiu, hace como dos mil años, tres meses y media hora.
En esa época, las princesas todo lo que tenían que hacer era quedarse quietitas. Nada de ayudarle a la mamá a secar los platos. Nada de hacer mandados. Nada de bailar con abanico. Nada de tomar naranjada con pajita. Ni siquiera ir a la escuela. Ni siquiera sonarse la nariz. Ni siquiera pelar una ciruela. Ni siquiera cazar una lombriz. Nada, nada, nada. Todo lo hacían los sirvientes del palacio: vestirla, peinarla, estornudar por... –atchís–, por ella, abanicarla, pelarle las ciruelas. ¡Cómo se aburría la pobre Sukimuki!
Una tarde estaba, como siempre, sentada en el jardín papando moscas, cuando apareció una enorme Mariposa de todos colores. Y la Mariposa revoloteaba, y la pobre Sukimuki la miraba de reojo porque no le estaba permitido mover la cabeza.
–¡Qué linda mariposapa! –murmuró al fin Sukimuki, en correcto japonés.
Y la Mariposa contestó, también en correctísimo japonés:
–¡Qué linda Princesa! ¡Cómo me gustaría jugar a la mancha con usted, Princesa!
–Nopo puepedopo –le contestó la Princesa en japonés.
–¡Cómo me gustaría a jugar a escondidas, entonces!
–Nopo puepedopo –volvió a responder la Princesa haciendo pucheros.
–¡Cómo me gustaría bailar con usted, Princesa! –insistió la Mariposa.
–Eso tampococo puepedopo –contestó la pobre Princesa.
Y la Mariposa, ya un poco impaciente, le preguntó:
–¿Por qué usted no puede hacer nada?
–Porque mi papá, el Emperador, dice que si una Princesa no se queda quieta, quieta, quieta como una galleta, en el imperio habrá una pataleta.
–¿Y eso por qué? –preguntó la Mariposa.
–Porque sípi –contestó la Princesa–, porque las Princesas del Japonpón debemos estar quietitas sin hacer nada. Si no, no seríamos Princesas. Seríamos mucamas, colegialas, bailarinas o dentistas, ¿entiendes?
–Entiendo –dijo la Mariposa–, pero escápese un ratito y juguemos. He venido volando de muy lejos nada más que para jugar con usted. En mi isla, todo el mundo me hablaba de su belleza.
A la Princesa le gustó la idea y decidió, por una vez, desobedecer a su papá.
Salió a correr y bailar por el jardín con la Mariposa.
En eso se asomó el Emperador al balcón y al no ver a su hija armó un escándalo de mil demonios.
–¡Dónde está la Princesa! –chilló.
Y llegaron todos sus sirvientes, sus soldados, sus vigilantes, sus cocineros, sus lustrabotas y sus tías para ver qué le pasaba.
–¡Vayan todos a buscar a la Princesa! –rugió el Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.
Y allá salieron todos corriendo y el Emperador se quedó solo en el salón.
–¡Dónde estará la Princesa! –repitió.
Y oyó una voz que respondía a sus espaldas:
–La Princesa está de jarana donde se le da la gana.
El Emperador se dio vuelta furioso y no vio a nadie. Miró un poquito mejor, y no vio a nadie. Se puso tres pares de anteojos y, entonces sí, vio a alguien. Vio a una mariposota sentada en su propio trono.
–¿Quién eres? –rugió el Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.
Y agarró un matamoscas, dispuesto a aplastar a la insolente Mariposa.
Pero no pudo.
¿Por qué?
Porque la Mariposa tuvo la ocurrencia de transformarse inmediatamente en un Príncipe. Un Príncipe buen mozo, simpático, inteligente, gordito, estudioso, valiente y con bigotito.
El Emperador casi se desmaya de rabia y de susto.
–¿Qué quieres? –le preguntó al Príncipe con voz de trueno y ojos de relámpago.
–Casarme con la Princesa –dijo el Príncipe valientemente.
–¿Pero de dónde diablos has salido con esas pretensiones?
–Me metí en tu jardín en forma de mariposa –dijo el Príncipe– y la Princesa jugó y bailó conmigo. Fue feliz por primera vez en su vida y ahora nos queremos casar.
–¡No lo permitiré! –rugió el Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.
–Si no lo permites, te declaro la guerra –dijo el Príncipe sacando la espada.
–¡Servidores, vigilantes, tías! –llamó el Emperador.
Y todos entraron corriendo, pero al ver al Príncipe empuñando la espada se pegaron un susto terrible.
A todo esto, la Princesa Sukimuki espiaba por la ventana.
–¡Echen a este Príncipe insolente de mi palacio! –ordenó el Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.
Pero el Príncipe no se iba a dejar echar así nomás.
Peleó valientemente contra todos. Y los vigilantes se escaparon por una ventana. Y las tías se escondieron aterradas debajo de la alfombra. Y los cocineros se treparon a la lámpara.
Cuando el Príncipe los hubo vencido a todos, preguntó al Emperador:
–¿Me deja casar con su hija, sí o no?
–Está bien –dijo el Emperador con voz de laucha y ojos de lauchita–. Cásate, siempre que la Princesa no se oponga.
El Príncipe fue hasta la ventana y le preguntó a la Princesa:
–¿Quieres casarte conmigo, Princesa Sukimuki?
–Sípi –contestó la Princesa entusiasmada.
Y así fue como la Princesa dejó de estar quietita y se casó con el Príncipe Kinoto Fukasuka. Los dos llegaron al templo en monopatín y luego dieron una fiesta en el jardín. Una fiesta que duró diez días y un enorme chupetín. Así acaba, como ves, este cuento japonés.
Sukimuki era una princesa japonesa. Vivía en la ciudad de Siu Kiu, hace como dos mil años, tres meses y media hora.
En esa época, las princesas todo lo que tenían que hacer era quedarse quietitas. Nada de ayudarle a la mamá a secar los platos. Nada de hacer mandados. Nada de bailar con abanico. Nada de tomar naranjada con pajita. Ni siquiera ir a la escuela. Ni siquiera sonarse la nariz. Ni siquiera pelar una ciruela. Ni siquiera cazar una lombriz. Nada, nada, nada. Todo lo hacían los sirvientes del palacio: vestirla, peinarla, estornudar por... –atchís–, por ella, abanicarla, pelarle las ciruelas. ¡Cómo se aburría la pobre Sukimuki!
Una tarde estaba, como siempre, sentada en el jardín papando moscas, cuando apareció una enorme Mariposa de todos colores. Y la Mariposa revoloteaba, y la pobre Sukimuki la miraba de reojo porque no le estaba permitido mover la cabeza.
–¡Qué linda mariposapa! –murmuró al fin Sukimuki, en correcto japonés.
Y la Mariposa contestó, también en correctísimo japonés:
–¡Qué linda Princesa! ¡Cómo me gustaría jugar a la mancha con usted, Princesa!
–Nopo puepedopo –le contestó la Princesa en japonés.
–¡Cómo me gustaría a jugar a escondidas, entonces!
–Nopo puepedopo –volvió a responder la Princesa haciendo pucheros.
–¡Cómo me gustaría bailar con usted, Princesa! –insistió la Mariposa.
–Eso tampococo puepedopo –contestó la pobre Princesa.
Y la Mariposa, ya un poco impaciente, le preguntó:
–¿Por qué usted no puede hacer nada?
–Porque mi papá, el Emperador, dice que si una Princesa no se queda quieta, quieta, quieta como una galleta, en el imperio habrá una pataleta.
–¿Y eso por qué? –preguntó la Mariposa.
–Porque sípi –contestó la Princesa–, porque las Princesas del Japonpón debemos estar quietitas sin hacer nada. Si no, no seríamos Princesas. Seríamos mucamas, colegialas, bailarinas o dentistas, ¿entiendes?
–Entiendo –dijo la Mariposa–, pero escápese un ratito y juguemos. He venido volando de muy lejos nada más que para jugar con usted. En mi isla, todo el mundo me hablaba de su belleza.
A la Princesa le gustó la idea y decidió, por una vez, desobedecer a su papá.
Salió a correr y bailar por el jardín con la Mariposa.
En eso se asomó el Emperador al balcón y al no ver a su hija armó un escándalo de mil demonios.
–¡Dónde está la Princesa! –chilló.
Y llegaron todos sus sirvientes, sus soldados, sus vigilantes, sus cocineros, sus lustrabotas y sus tías para ver qué le pasaba.
–¡Vayan todos a buscar a la Princesa! –rugió el Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.
Y allá salieron todos corriendo y el Emperador se quedó solo en el salón.
–¡Dónde estará la Princesa! –repitió.
Y oyó una voz que respondía a sus espaldas:
–La Princesa está de jarana donde se le da la gana.
El Emperador se dio vuelta furioso y no vio a nadie. Miró un poquito mejor, y no vio a nadie. Se puso tres pares de anteojos y, entonces sí, vio a alguien. Vio a una mariposota sentada en su propio trono.
–¿Quién eres? –rugió el Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.
Y agarró un matamoscas, dispuesto a aplastar a la insolente Mariposa.
Pero no pudo.
¿Por qué?
Porque la Mariposa tuvo la ocurrencia de transformarse inmediatamente en un Príncipe. Un Príncipe buen mozo, simpático, inteligente, gordito, estudioso, valiente y con bigotito.
El Emperador casi se desmaya de rabia y de susto.
–¿Qué quieres? –le preguntó al Príncipe con voz de trueno y ojos de relámpago.
–Casarme con la Princesa –dijo el Príncipe valientemente.
–¿Pero de dónde diablos has salido con esas pretensiones?
–Me metí en tu jardín en forma de mariposa –dijo el Príncipe– y la Princesa jugó y bailó conmigo. Fue feliz por primera vez en su vida y ahora nos queremos casar.
–¡No lo permitiré! –rugió el Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.
–Si no lo permites, te declaro la guerra –dijo el Príncipe sacando la espada.
–¡Servidores, vigilantes, tías! –llamó el Emperador.
Y todos entraron corriendo, pero al ver al Príncipe empuñando la espada se pegaron un susto terrible.
A todo esto, la Princesa Sukimuki espiaba por la ventana.
–¡Echen a este Príncipe insolente de mi palacio! –ordenó el Emperador con voz de trueno y ojos de relámpago.
Pero el Príncipe no se iba a dejar echar así nomás.
Peleó valientemente contra todos. Y los vigilantes se escaparon por una ventana. Y las tías se escondieron aterradas debajo de la alfombra. Y los cocineros se treparon a la lámpara.
Cuando el Príncipe los hubo vencido a todos, preguntó al Emperador:
–¿Me deja casar con su hija, sí o no?
–Está bien –dijo el Emperador con voz de laucha y ojos de lauchita–. Cásate, siempre que la Princesa no se oponga.
El Príncipe fue hasta la ventana y le preguntó a la Princesa:
–¿Quieres casarte conmigo, Princesa Sukimuki?
–Sípi –contestó la Princesa entusiasmada.
Y así fue como la Princesa dejó de estar quietita y se casó con el Príncipe Kinoto Fukasuka. Los dos llegaron al templo en monopatín y luego dieron una fiesta en el jardín. Una fiesta que duró diez días y un enorme chupetín. Así acaba, como ves, este cuento japonés.
ANGELITO.
Había una vez un angelito que vivía en el cielo sin hacer nada, feliz entre los otros ángeles. Algunas veces tocaba el arpa y otras cantaba una canción que decía así:
Un angelito canta y vuela.
No hace mandados ni va a la escuela.
Nadie lo reta, nadie le pega,
anda descalzo, juega que juega.
Una vez San Pedro lo llamó:
–¡Angelito!
–Mande –le contestó el ángel.
–Andamos con problemas allá en la Tierra –le dijo San Pedro.
–No me diga, San.
–Así es; ven, mira.
San Pedro lo llevó hasta su balcón de nube, donde se veía la Tierra como una manzana acaramelada toda cubierta de maíz tostado.
–Allá hay un chico que nos está dando mucho dolor de halo, un tal Juancito.
–No me diga, San –le contestó Angelito, distraído.
–Travieso, el muchacho –siguió San Pedro, jugando con las llaves para descargar su preocupación–. Ya van cuatro ángeles de la guarda que nos gasta. Ninguno puede con él.
–¿Quiere que pruebe yo, don San Pedro?
–Y, ya que estás aquí sin hacer nada...
–Ya me estoy yendo...
–Espera; no seas tan atropellado. Es una misión peligrosa. Mira que ese chico nos ha devuelto a un custodio con las alas rotas, a otro con tres chichones y al Rafaelito con un ojo negro.
Angelito silba, impresionado.
–Claro que el chico no sabía que eran ángeles, pero qué le vamos a hacer, ese es nuestro secreto.
–Así es, San, no debemos decir nada –le dijo Angelito, que se moría por contarle a todo el mundo que era ángel.
–Vamos a intentar contigo –siguió San Pedro–. En primer lugar no vas a ir a la Tierra volando, como todos, sino en plato volador, que es más rápido y seguro.
Angelito se puso a saltar de entusiasmo.
–Espera, Angelito, no seas tan atropellado...
Angelito salió corriendo, trepó a la cabina y...
–10... 9... 8... 7...
–Espera, Angelito, que no te di las instrucciones ...
–A la orden, mi comandante.
–Primero, vas a ir disfrazado.
San Pedro le plegó las alas y después lo vistió con una camiseta, un pantaloncito y unas zapatillas rotosas. También le dio una maletita con un guardapolvo y los útiles de la escuela. Ah, y una pelota de fútbol, claro.
–¿Y qué hacemos con el halo, don San Pedro?
–Cierto, brilla mucho... Por el halo te conocerán. Vamos a esconderlo adentro de la pelota.
San Pedro la descosió, guardó el halo adentro y volvió a cerrarla.
–Bueno, me voy. 6... 5... 4...
–Espera, Angelito, no seas tan atropellado... Todavía no te di las señas del chico que tienes que custodiar.
San Pedro le tendió un papel y esta vez sí Angelito trepó a su plato volador y...
–4... 3... 2... 1... ¡Cero !... ¡Hasta la vuelta, don San Pedro!
Juancito andaba por el campo, solo como siempre, triste y sin amigos. Había faltado a la escuela y se aburría.
Tenía ganas de jugar con alguien.
De pronto le pareció oír un zumbido, allá arriba... Quizás un avión... pero no. No vio nada por el cielo. Ni nube ni pájaro ni máquina.
Angelito aterrizó muy despacio, escondiendo su OVNI tras un árbol, cosa bastante inútil pues el artefacto era completamente invisible.
Se acercó a Juan, jugando con la pelota y silbando distraído. Juan lo miró con desconfianza.
–¿De dónde has salido? –le preguntó.
–De por ahí nomás.
–Dame esa pelota.
–No –le dijo Angelito–; tengo que ir a la escuela.
–No; mejor quédate aquí y juguemos –le contestó Juan.
–No; primero te acompaño a la escuela.
Y ahí nomás Juan lo atacó para robarle la pelota. El ángel no la soltaba. Juancito le pegaba y él, como era ángel, se dejaba pegar hasta que se cansó y dominó a su contrincante con un buen pase de yudo.
Juan se quedó quieto, enfurruñado y lloriqueando. Angelito le tendió la mano:
–¿Somos amigos?
Juan no contestó.
Al día siguiente fueron a la escuela juntos; Angelito comprobó que era cierto lo que le dijeran en el cielo. Juan pasaba la mañana molestando, chillando, haciendo borrones, arrojando tiza, tirándole del pelo a las niñas, rompiendo cuadernos y dibujando monigotes con cola y cuernos que, desgraciadamente, causaban mucha gracia a sus compañeros.
Angelito le daba consejos y hasta trataba de sujetarle las manos. Inútil. Una tarde lo llevó a pasear al campo y allí trató de sermonearlo: que tenía que portarse bien, y que patatín y que patatán. Juancito se tapó los oídos y le sacó la lengua. Entonces el ángel se quedó triste y callado, y al fin dijo, por decirle algo bueno:
–Te regalo la pelota.
Juan se puso contento. Angelito no se acordaba para nada del tesoro encerrado en la pelota.
Jugaron los dos un buen rato, hasta que la pelota fue a parar a un alambrado y allí se desgarró toda contra las púas, que nunca faltan en este mundo. Juan recogió la pelota y vio sorprendido que de adentro salía luz. No se animó a romperla del todo pero la desgarró un poquito más y vio algo que brillaba...
Sacó delicadamente un círculo livianito como el aire... un aro de oro... un hilo redondo y como de miel.
–¿Y esto?
–Nada, es mi sombrero –contestó el ángel.
–¿A ver cómo te queda?
El ángel se puso el halo, que brillaba como una tajadita de sol.
–Entonces, ¿eres un ángel? –dijo Juan.
–Claro, tonto; soy tu ángel guardián.
–¿Y por qué no me lo dijiste?
–Porque es un secreto. Nosotros nunca decimos nada; ni siquiera se nos Ve.
–¡Qué lástima! –dijo Juan.
–¿Por qué qué lástima?
–Porque si yo hubiera sabido que tenía un ángel me habría portado bien.
–Ahora ya lo sabes.
–Ajá –dijo Juan.
Y se fue caminando despacito, abrazado a los restos de su pelota, mientras el ángel volvía a su OVNI para seguir cuidando a Juan desde el cielo.
En las altas esferas lo esperaban para amonestarlo por haber revelado el secreto de su misión.
Juan oyó un zumbido, miró para arriba y no vio nada, pero se imaginó y dijo adiós con la mano. Después fue a su casa, abrió el cuaderno y cuando se puso a hacer los deberes le salieron todos con letras de oro.
Un angelito canta y vuela,
hace mandados y va a la escuela.
Nadie lo ve ni lo verá
y aunque se vaya se quedará.
Un angelito canta y vuela.
No hace mandados ni va a la escuela.
Nadie lo reta, nadie le pega,
anda descalzo, juega que juega.
Una vez San Pedro lo llamó:
–¡Angelito!
–Mande –le contestó el ángel.
–Andamos con problemas allá en la Tierra –le dijo San Pedro.
–No me diga, San.
–Así es; ven, mira.
San Pedro lo llevó hasta su balcón de nube, donde se veía la Tierra como una manzana acaramelada toda cubierta de maíz tostado.
–Allá hay un chico que nos está dando mucho dolor de halo, un tal Juancito.
–No me diga, San –le contestó Angelito, distraído.
–Travieso, el muchacho –siguió San Pedro, jugando con las llaves para descargar su preocupación–. Ya van cuatro ángeles de la guarda que nos gasta. Ninguno puede con él.
–¿Quiere que pruebe yo, don San Pedro?
–Y, ya que estás aquí sin hacer nada...
–Ya me estoy yendo...
–Espera; no seas tan atropellado. Es una misión peligrosa. Mira que ese chico nos ha devuelto a un custodio con las alas rotas, a otro con tres chichones y al Rafaelito con un ojo negro.
Angelito silba, impresionado.
–Claro que el chico no sabía que eran ángeles, pero qué le vamos a hacer, ese es nuestro secreto.
–Así es, San, no debemos decir nada –le dijo Angelito, que se moría por contarle a todo el mundo que era ángel.
–Vamos a intentar contigo –siguió San Pedro–. En primer lugar no vas a ir a la Tierra volando, como todos, sino en plato volador, que es más rápido y seguro.
Angelito se puso a saltar de entusiasmo.
–Espera, Angelito, no seas tan atropellado...
Angelito salió corriendo, trepó a la cabina y...
–10... 9... 8... 7...
–Espera, Angelito, que no te di las instrucciones ...
–A la orden, mi comandante.
–Primero, vas a ir disfrazado.
San Pedro le plegó las alas y después lo vistió con una camiseta, un pantaloncito y unas zapatillas rotosas. También le dio una maletita con un guardapolvo y los útiles de la escuela. Ah, y una pelota de fútbol, claro.
–¿Y qué hacemos con el halo, don San Pedro?
–Cierto, brilla mucho... Por el halo te conocerán. Vamos a esconderlo adentro de la pelota.
San Pedro la descosió, guardó el halo adentro y volvió a cerrarla.
–Bueno, me voy. 6... 5... 4...
–Espera, Angelito, no seas tan atropellado... Todavía no te di las señas del chico que tienes que custodiar.
San Pedro le tendió un papel y esta vez sí Angelito trepó a su plato volador y...
–4... 3... 2... 1... ¡Cero !... ¡Hasta la vuelta, don San Pedro!
Juancito andaba por el campo, solo como siempre, triste y sin amigos. Había faltado a la escuela y se aburría.
Tenía ganas de jugar con alguien.
De pronto le pareció oír un zumbido, allá arriba... Quizás un avión... pero no. No vio nada por el cielo. Ni nube ni pájaro ni máquina.
Angelito aterrizó muy despacio, escondiendo su OVNI tras un árbol, cosa bastante inútil pues el artefacto era completamente invisible.
Se acercó a Juan, jugando con la pelota y silbando distraído. Juan lo miró con desconfianza.
–¿De dónde has salido? –le preguntó.
–De por ahí nomás.
–Dame esa pelota.
–No –le dijo Angelito–; tengo que ir a la escuela.
–No; mejor quédate aquí y juguemos –le contestó Juan.
–No; primero te acompaño a la escuela.
Y ahí nomás Juan lo atacó para robarle la pelota. El ángel no la soltaba. Juancito le pegaba y él, como era ángel, se dejaba pegar hasta que se cansó y dominó a su contrincante con un buen pase de yudo.
Juan se quedó quieto, enfurruñado y lloriqueando. Angelito le tendió la mano:
–¿Somos amigos?
Juan no contestó.
Al día siguiente fueron a la escuela juntos; Angelito comprobó que era cierto lo que le dijeran en el cielo. Juan pasaba la mañana molestando, chillando, haciendo borrones, arrojando tiza, tirándole del pelo a las niñas, rompiendo cuadernos y dibujando monigotes con cola y cuernos que, desgraciadamente, causaban mucha gracia a sus compañeros.
Angelito le daba consejos y hasta trataba de sujetarle las manos. Inútil. Una tarde lo llevó a pasear al campo y allí trató de sermonearlo: que tenía que portarse bien, y que patatín y que patatán. Juancito se tapó los oídos y le sacó la lengua. Entonces el ángel se quedó triste y callado, y al fin dijo, por decirle algo bueno:
–Te regalo la pelota.
Juan se puso contento. Angelito no se acordaba para nada del tesoro encerrado en la pelota.
Jugaron los dos un buen rato, hasta que la pelota fue a parar a un alambrado y allí se desgarró toda contra las púas, que nunca faltan en este mundo. Juan recogió la pelota y vio sorprendido que de adentro salía luz. No se animó a romperla del todo pero la desgarró un poquito más y vio algo que brillaba...
Sacó delicadamente un círculo livianito como el aire... un aro de oro... un hilo redondo y como de miel.
–¿Y esto?
–Nada, es mi sombrero –contestó el ángel.
–¿A ver cómo te queda?
El ángel se puso el halo, que brillaba como una tajadita de sol.
–Entonces, ¿eres un ángel? –dijo Juan.
–Claro, tonto; soy tu ángel guardián.
–¿Y por qué no me lo dijiste?
–Porque es un secreto. Nosotros nunca decimos nada; ni siquiera se nos Ve.
–¡Qué lástima! –dijo Juan.
–¿Por qué qué lástima?
–Porque si yo hubiera sabido que tenía un ángel me habría portado bien.
–Ahora ya lo sabes.
–Ajá –dijo Juan.
Y se fue caminando despacito, abrazado a los restos de su pelota, mientras el ángel volvía a su OVNI para seguir cuidando a Juan desde el cielo.
En las altas esferas lo esperaban para amonestarlo por haber revelado el secreto de su misión.
Juan oyó un zumbido, miró para arriba y no vio nada, pero se imaginó y dijo adiós con la mano. Después fue a su casa, abrió el cuaderno y cuando se puso a hacer los deberes le salieron todos con letras de oro.
Un angelito canta y vuela,
hace mandados y va a la escuela.
Nadie lo ve ni lo verá
y aunque se vaya se quedará.
LA SIRENA Y EL CAPITÁN.
Había una vez una sirena que vivía por el río Paraná. Tenía su ranchito de hojas en un camalote y allí pasaba los días peinando su largo pelo color de miel, y pasaba las noches cantando, porque su oficio era cantar.
En noches de luna llena por el río Paraná
una sirena cantando va.
Por aquí, por allá, el agua qué fría está.
Juncal y arena del Paraná,
una sirena cantando va.
Alahí se llamaba la sirena y, como era un poco maga, sabía gobernar su camalote y remontarlo contra la corriente. A veces iba hasta las Cataratas del Iguazú para darse una larga ducha fresquita llena de espuma.
Después tomaba sol en la orilla y conversaba con los muchos amigos que tenía por el cielo, el agua y la tierra. Ninguno le hacía daño. Hasta los que parecen más malos, como los caimanes y las víboras, se le acercaban mimosos.
A veces, toda una hilera de mariposas le sostenía el pelo y los pájaros se juntaban en coro para arrullarle la siesta.
Hace muchos años de esto. América todavía era india: no habían llegado los españoles con sus barbas y sus barcos. Las pocas personas que alguna vez habían entrevisto a Alahí, creían que era un sueño, y corrían a frotarse los ojos con ungüento para espantar la visión de esa hermosa criatura mitad muchacha y mitad pez.
Una noche de luna, Alahí se puso a cantar como de costumbre, y tanto se entretuvo y tan fuerte cantaba recostada en la orilla lejos de su camalote, que no oyó que por el agua se acercaba un enorme barco con las velas desplegadas. Los hombres del barco también venían cantando.
Soy marinero y aventurero, vengo de España y olé.
Quiero gloria, quiero dinero y con los dos volveré.
Para mí será el dinero, la gloria para mi rey.
–¡Callad! –dijo el capitán, que era flaco y barbudo como Don Quijote– Callad, que alguien está cantando mejor que vosotros.
¿Será quizás un pintado pajarillo cual la abubilla o el estornino, capitán? –le dijo un marinero tonto.
–Calla, que los pajarillos no cantan de noche. ¡Tirad las anclas!
–¿Vamos a tierra, capitán?
–No, iré yo solo.
El barco amarró suavemente muy cerca de Alahí, que al ver a los hombres extraños enmudeció y trató de deslizarse hasta su camalote para huir. El capitán saltó a la orilla y la sorprendió.
Alahí se quedó quietita, muerta de miedo, mientras cundía la alarma entre todos sus amigos.
–¿Quién vive? –preguntó el capitán don Gonzalo de Valdepeñas y Villatuerta del Calabacete, que así se llamaba.
La sirena no contestó y trató de escapar.
–¡Alto allí!
El capitán alzó su farola y...
–¡Una sirena, vive Dios! ¿Estaré soñando? ¡Qué cosas se ven en estas embrujadas y patrañosas tierras!
–Más raro es usted, señor –dijo Alahí–, todo vestido de lata y más peludo que un mono, señor.
–Eres tan bella que paso por alto tu insolencia. Serás mi esposa y reina de los ríos de España.
–No, señor, lo siento mucho pero no... Y Alahí trató de escurrirse entre las hojas.
–¡Detente!
El capitán la ató al tronco de un árbol. En las ramas los pajaritos temblaban por la suerte de su querida sirena.
–Haré un cofre y te encerraré para que no te escapes.
El capitán sacó su hacha y allí mismo se puso a hachar un árbol para construir la jaula para la pobre sirena.
–Ay, tengo frío –dijo Alahí.
El capitán, que era todo un caballero, quiso prestarle su coraza, pero no se la pudo quitar porque se había olvidado el abrelatas en el barco.
A todo esto, los amigos de Alahí se habían dado la voz de alarma y cuchicheaban entre las hojas, mientras el capitán talaba el árbol. Varios caimanes salieron del agua y se acercaron sigilosos. Muy cerca relampagueaban los ojos del tigre con toda su familia.
Cien monitos saltaron de árbol en árbol hasta llegar al de Alahí. Un regimiento de pájaros carpinteros avanzaba en fila india. Las mariposas estaban agazapadas entre el follaje. Las tortugas hicieron un puente desde la otra orilla para que los armadillos pudieran cruzar.
Cuando estuvieron todos listos, un papagayo dio la señal de ataque:
–¡Ahora!
Los monitos se descolgaron sobre el capitán, chillando y tirándole de las orejas.
Los caimanes le pegaron feroces coletazos. Las mariposas revolotearon sobre sus ojos para cegarlo. Dos culebras se le enredaron en los pies para hacerlo tropezar.
El tigre, la tigra y los tigrecitos le mostraron uñas y colmillos, porque no hacía falta más. Luego llegó el escuadrón blindado de los mosquitos y obligaron al capitán a escapar despavorido y trepar por una escala de cuerda hasta la borda de su barco.
–¡Alzad el ancla, levad amarras, izad las velas, huyamos de esta tierra de demonios!
Mientras el barco soltaba amarras, los pájaros carpinteros terminaron el trabajo picoteando las cuerdas hasta liberar a la pobre Alahí.
–¡Gracias, amigos, gracias por este regalo, el más hermoso para mí: la libertad!
Amanecía cuando la sirena volvió a su camalote, escoltada por cielo y tierra de todos sus amigos. Allá, muy lejos se iba el barco de los hombres extraños. Alahí tomó el rumbo contrario en su camalote y se alejó río arriba, hasta Paitití, el país de la leyenda, donde sigue viviendo libre y cantando siempre para quien sepa oírla.
En noches de luna llena por el río Paraná
una sirena cantando va.
Por aquí, por allá, el agua qué fría está.
Juncal y arena del Paraná,
una sirena cantando va.
Alahí se llamaba la sirena y, como era un poco maga, sabía gobernar su camalote y remontarlo contra la corriente. A veces iba hasta las Cataratas del Iguazú para darse una larga ducha fresquita llena de espuma.
Después tomaba sol en la orilla y conversaba con los muchos amigos que tenía por el cielo, el agua y la tierra. Ninguno le hacía daño. Hasta los que parecen más malos, como los caimanes y las víboras, se le acercaban mimosos.
A veces, toda una hilera de mariposas le sostenía el pelo y los pájaros se juntaban en coro para arrullarle la siesta.
Hace muchos años de esto. América todavía era india: no habían llegado los españoles con sus barbas y sus barcos. Las pocas personas que alguna vez habían entrevisto a Alahí, creían que era un sueño, y corrían a frotarse los ojos con ungüento para espantar la visión de esa hermosa criatura mitad muchacha y mitad pez.
Una noche de luna, Alahí se puso a cantar como de costumbre, y tanto se entretuvo y tan fuerte cantaba recostada en la orilla lejos de su camalote, que no oyó que por el agua se acercaba un enorme barco con las velas desplegadas. Los hombres del barco también venían cantando.
Soy marinero y aventurero, vengo de España y olé.
Quiero gloria, quiero dinero y con los dos volveré.
Para mí será el dinero, la gloria para mi rey.
–¡Callad! –dijo el capitán, que era flaco y barbudo como Don Quijote– Callad, que alguien está cantando mejor que vosotros.
¿Será quizás un pintado pajarillo cual la abubilla o el estornino, capitán? –le dijo un marinero tonto.
–Calla, que los pajarillos no cantan de noche. ¡Tirad las anclas!
–¿Vamos a tierra, capitán?
–No, iré yo solo.
El barco amarró suavemente muy cerca de Alahí, que al ver a los hombres extraños enmudeció y trató de deslizarse hasta su camalote para huir. El capitán saltó a la orilla y la sorprendió.
Alahí se quedó quietita, muerta de miedo, mientras cundía la alarma entre todos sus amigos.
–¿Quién vive? –preguntó el capitán don Gonzalo de Valdepeñas y Villatuerta del Calabacete, que así se llamaba.
La sirena no contestó y trató de escapar.
–¡Alto allí!
El capitán alzó su farola y...
–¡Una sirena, vive Dios! ¿Estaré soñando? ¡Qué cosas se ven en estas embrujadas y patrañosas tierras!
–Más raro es usted, señor –dijo Alahí–, todo vestido de lata y más peludo que un mono, señor.
–Eres tan bella que paso por alto tu insolencia. Serás mi esposa y reina de los ríos de España.
–No, señor, lo siento mucho pero no... Y Alahí trató de escurrirse entre las hojas.
–¡Detente!
El capitán la ató al tronco de un árbol. En las ramas los pajaritos temblaban por la suerte de su querida sirena.
–Haré un cofre y te encerraré para que no te escapes.
El capitán sacó su hacha y allí mismo se puso a hachar un árbol para construir la jaula para la pobre sirena.
–Ay, tengo frío –dijo Alahí.
El capitán, que era todo un caballero, quiso prestarle su coraza, pero no se la pudo quitar porque se había olvidado el abrelatas en el barco.
A todo esto, los amigos de Alahí se habían dado la voz de alarma y cuchicheaban entre las hojas, mientras el capitán talaba el árbol. Varios caimanes salieron del agua y se acercaron sigilosos. Muy cerca relampagueaban los ojos del tigre con toda su familia.
Cien monitos saltaron de árbol en árbol hasta llegar al de Alahí. Un regimiento de pájaros carpinteros avanzaba en fila india. Las mariposas estaban agazapadas entre el follaje. Las tortugas hicieron un puente desde la otra orilla para que los armadillos pudieran cruzar.
Cuando estuvieron todos listos, un papagayo dio la señal de ataque:
–¡Ahora!
Los monitos se descolgaron sobre el capitán, chillando y tirándole de las orejas.
Los caimanes le pegaron feroces coletazos. Las mariposas revolotearon sobre sus ojos para cegarlo. Dos culebras se le enredaron en los pies para hacerlo tropezar.
El tigre, la tigra y los tigrecitos le mostraron uñas y colmillos, porque no hacía falta más. Luego llegó el escuadrón blindado de los mosquitos y obligaron al capitán a escapar despavorido y trepar por una escala de cuerda hasta la borda de su barco.
–¡Alzad el ancla, levad amarras, izad las velas, huyamos de esta tierra de demonios!
Mientras el barco soltaba amarras, los pájaros carpinteros terminaron el trabajo picoteando las cuerdas hasta liberar a la pobre Alahí.
–¡Gracias, amigos, gracias por este regalo, el más hermoso para mí: la libertad!
Amanecía cuando la sirena volvió a su camalote, escoltada por cielo y tierra de todos sus amigos. Allá, muy lejos se iba el barco de los hombres extraños. Alahí tomó el rumbo contrario en su camalote y se alejó río arriba, hasta Paitití, el país de la leyenda, donde sigue viviendo libre y cantando siempre para quien sepa oírla.
LA PLAPLA.
Felipito Tacatún estaba haciendo los deberes. Inclinado sobre el cuaderno y sacando un poquito la lengua, escribía enruladas “emes”, orejudas “eles” y elegantísimas “zetas”.
De pronto vio algo muy raro sobre el papel.
–¿Qué es esto?, se preguntó Felipito, que era un poco miope, y se puso un par de anteojos.
Una de las letras que había escrito se despatarraba toda y se ponía a caminar muy oronda por el cuaderno.
Felipito no lo podía creer, y sin embargo era cierto: la letra, como una araña de tinta, patinaba muy contenta por la página.
Felipito se puso otro par de anteojos para mirarla mejor.
Cuando la hubo mirado bien, cerró el cuaderno asustado y oyó una vocecita que decía:
–¡Ay!
Volvió a abrir el cuaderno valientemente y se puso otro par de anteojos y ya van tres.
Pegando la nariz al papel preguntó:
–¿Quién es usted señorita?
Y la letra caminadora contestó:
–Soy una Plapla.
–¿Una Plapla?, preguntó Felipito asustadísimo, ¿qué es eso?
–¿No acabo de decirte? Una Plapla soy yo.
–Pero la maestra nunca me dijo que existiera una letra llamada Plapla, y mucho menos que caminara por el cuaderno.
–Ahora ya lo sabes. Has escrito una Plapla.
–¿Y qué hago con la Plapla?
–Mirarla.
–Sí, la estoy mirando pero... ¿y después?
–Después, nada.
Y la Plapla siguió patinando sobre el cuaderno mientras cantaba un vals con su voz chiquita y de tinta.
Al día siguiente, Felipito corrió a mostrarle el cuaderno a la maestra, gritando entusiasmado:
–¡Señorita, mire la Plapla, mire la Plapla!
La maestra creyó que Felipito se había vuelto loco.
Pero no.
Abrió el cuaderno, y allí estaba la Plapla bailando y patinando por la página y jugando a la rayuela con los renglones.
Como podrán imaginarse, la Plapla causó mucho revuelo en el colegio.
Ese día nadie estudió.
Todo el mundo, por riguroso turno, desde el portero hasta los nenes de primer grado, se dedicaron a contemplar a la Plapla.
Tan grande fue el bochinche y la falta de estudio, que desde ese día la Plapla no figura en el Abecedario.
Cada vez que un chico, por casualidad, igual que Felipito, escribe una Plapla cantante y patinadora la maestra la guarda en una cajita y cuida muy bien de que nadie se entere.
Qué le vamos a hacer, así es la vida.
Las letras no han sido hechas para bailar, sino para quedarse quietas una al lado de la otra, ¿no?
De pronto vio algo muy raro sobre el papel.
–¿Qué es esto?, se preguntó Felipito, que era un poco miope, y se puso un par de anteojos.
Una de las letras que había escrito se despatarraba toda y se ponía a caminar muy oronda por el cuaderno.
Felipito no lo podía creer, y sin embargo era cierto: la letra, como una araña de tinta, patinaba muy contenta por la página.
Felipito se puso otro par de anteojos para mirarla mejor.
Cuando la hubo mirado bien, cerró el cuaderno asustado y oyó una vocecita que decía:
–¡Ay!
Volvió a abrir el cuaderno valientemente y se puso otro par de anteojos y ya van tres.
Pegando la nariz al papel preguntó:
–¿Quién es usted señorita?
Y la letra caminadora contestó:
–Soy una Plapla.
–¿Una Plapla?, preguntó Felipito asustadísimo, ¿qué es eso?
–¿No acabo de decirte? Una Plapla soy yo.
–Pero la maestra nunca me dijo que existiera una letra llamada Plapla, y mucho menos que caminara por el cuaderno.
–Ahora ya lo sabes. Has escrito una Plapla.
–¿Y qué hago con la Plapla?
–Mirarla.
–Sí, la estoy mirando pero... ¿y después?
–Después, nada.
Y la Plapla siguió patinando sobre el cuaderno mientras cantaba un vals con su voz chiquita y de tinta.
Al día siguiente, Felipito corrió a mostrarle el cuaderno a la maestra, gritando entusiasmado:
–¡Señorita, mire la Plapla, mire la Plapla!
La maestra creyó que Felipito se había vuelto loco.
Pero no.
Abrió el cuaderno, y allí estaba la Plapla bailando y patinando por la página y jugando a la rayuela con los renglones.
Como podrán imaginarse, la Plapla causó mucho revuelo en el colegio.
Ese día nadie estudió.
Todo el mundo, por riguroso turno, desde el portero hasta los nenes de primer grado, se dedicaron a contemplar a la Plapla.
Tan grande fue el bochinche y la falta de estudio, que desde ese día la Plapla no figura en el Abecedario.
Cada vez que un chico, por casualidad, igual que Felipito, escribe una Plapla cantante y patinadora la maestra la guarda en una cajita y cuida muy bien de que nadie se entere.
Qué le vamos a hacer, así es la vida.
Las letras no han sido hechas para bailar, sino para quedarse quietas una al lado de la otra, ¿no?
No hay comentarios:
Publicar un comentario