Horacio Quiroga.
Nació en Salto (Uruguay) el 31 de diciembre de 1878.
Fue un escritor precoz y ya en 1897 realiza sus primeras colaboraciones en diversos periódicos del país.
En 1900 viaja a París y se empapa del movimiento modernista, a la vez que hace amistad con algunos escritores, entre ellos Ruben Darío.
En 1902 la fatalidad comienza a visitarlo: mata accidentalmente con una pistola a un amigo, el escritor Federico Ferrando.
Un año antes ya había publicado sus primeros textos modernistas recogidos bajo el título Los arrecifes de coral.
En 1903 trabaja como profesor de lengua castellana y acompaña, en calidad de fotógrafo, a Leopoldo Lugones por la región argentina de Misiones. Ambos formaban parte de una expedición arqueológica cuyo objetivo era realizar un estudio sobre la presencia de los jesuitas en aquella región.
Fue tanta la impresión que le causó esa tierra que Quiroga decidió permanecer en ella como colono,a partir de ese momento tanto los colonos como sus desdichas serán un tema recurrente en su obra.
En 1906 publica su primer volumen de cuentos bajo el título Los perseguidos:
en sus textos se aprecian claras influencias de los grandes del terror como Poe o Maupassant y también de Chejov y Kipling.
En este primer volumen ya se aprecia la pesadumbre y la desgracia que serán temas claves en el resto de sus obras.
Es relevante el protagonismo de los animales en estos cuentos, que piensan, actúan y están abocados a la desgracia como los hombres.
Los perseguidos es un adelanto de lo que posteriormente se conocerá como literatura psicológica.
En 1909 se casa con Ana María Cirés y se van a vivir a San Ignacio.
En 1911 es nombrado juez de paz.
Mientras publica textos como Cuentos de amor, de locura y muerte (1917) y Cuentos de la selva (1918),las desgracias se siguen sucediendo en su vida: en 1915 su esposa se suicida.
Aunque ni eso ni la mala fortuna le impiden seguir desarrollando plenamente su talento literario,que se extiende ahora al periodismo y la dramaturgia.
En 1927 se casa con María Bravo y se trasladan a Misiones un años después, aunque en 1936 su mujer lo deja y regresa a Buenos Aires.
Finalmente, sabiéndose víctima de un cáncer gástrico Quiroga se suicida con cianuro el 31 de diciembre de 1937.
LA TORTUGA GIGANTE.
Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijero que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:
–Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hace rmucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.
El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.
Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.
Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.
El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.
–Ahora –se dijo el hombre–, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.
El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.
La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo.
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la agrganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.
–Voy a morir –dijo el hombre–. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.
Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento.
Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:
–El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo le voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.
El cazadore comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
–Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.
Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
–Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.
La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.
A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.
Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:
–Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo, en el monte.
Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.
Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad –posiblemente el ratoncito Pérez– encontró a los dos viajeros moribundos.
–¡Qué tortuga! –dijo el ratón–. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?
–No –le respondió con tristeza la tortuga–. Es un hombre.
–¿Y adónde vas con ese hombre? –añadió el curioso ratón.
–Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires –respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía–. Pero vamos a morir aquí, porque nunca llegaré...
–¡Ah, zonza, zonza! –dijo riendo el ratoncito–. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires.
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa, porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida.
Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.
Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortugfa que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.
LA GAMA CIEGA.
Había una vez una venado -una gama-, que tuvo dos hijos mellizos,
cosa rara entre los venados. Un gato montés se comió a uno de ellos, y
quedó sólo la hembra. Las otras gamas, que la querían mucho, le
hacían siempre cosquillas en los costados.
Su madre le hacía repetir todas las mañanas, al rayar el día, la oración de los venados. Y dice así:
I - Hay que oler bien primero las hojas antes de comerlas, porque algunas son venenosas.
II - Hay que mirar bien el río y quedarse quieta antes de bajar a beber, para estar seguro de que no hay yacarés.
III - Cada media hora hay que levantar bien alto la cabeza y oler el viento, para sentir el olor del tigre.
IV - Cuando se come pasto del suelo, hay que mirar siempre antes los
yuyos para ver si hay víboras.
Este es el padrenuestro de los venados chicos. Cuando la gamita lo
hubo aprendido bien, su madre la dejó andar sola.
Una tarde, sin embargo, mientras la gamita recorría el monte comiendo
las hojitas tiernas, vio de pronto ante ella, en el hueco de un árbol que estaba podrido, muchas bolitas juntas que colgaban. Tenía un color
oscuro, como el de las pizarras.
¿Qué sería? Ella tenía también un poco de miedo, pero como era muy
traviesa, dio un cabezazo a aquellas cosas, y disparó.
Vio entonces que las bolitas se habían rajado, y que caían gotas.
Habían salido también muchas mosquitas rubias de cintura muy fina,
que caminaban apuradas por encima.
La gama se acercó, y las mosquitas no la picaron. Despacito, entonces,
muy despacito, probó una gota con la punta de la lengua, y se relamió
con gran placer: aquellas gotas eran miel, y miel riquísima, porque las bolas de color pizarra eran una colmena de abejitas que no picaban
porque no tenían aguijón. Hay abejas así.
En dos minutos la gamita se tomó toda la miel, y loca de contenta fue a contarle a su mamá. Pero la mamá la reprendió seriamente.
- Ten mucho cuidado, mi hija -le dijo-, con los nidos de abejas. La miel es una cosa muy rica, pero es muy peligroso ir a sacarla. Nunca te metas con los nidos que veas.
La gamita gritó contenta:
-¡Pero no pican, mamá! Los tábanos y las uras sí pican, las abejas, no.
- Estás equivocada, mi hija - continuó la madre-. Hoy has tenido suerte, nada más. Hay abejas y avispas muy malas. Cuidado, mi hija; porque me vas a dar un gran disgusto.
- Sí, mamá! ¡Sí mamá!- respondió la gamita. Pero lo primero que hizo a
la mañana siguiente, fue seguir los senderos que habían abierto los
hombres en el monte, para ver con más facilidad los nidos de abejas.
Hasta que al fin halló uno. Esta vez el nido tenía abejas oscuras, con
una fajita amarilla en la cintura, que caminaban por encima del nido. El nido también era distinto; pero la gamita pensó que, puesto que estas abejas eran más grandes, la miel debía ser más rica.
Se acordó asimismo de la recomendación de su mamá; mas creyó que
su mamá exageraba, como exageran siempre las madres de las
gamitas. Entonces le dio un gran cabezazo al nido.
¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! Salieron en seguida cientos de avispas,
miles de avispas que la picaron en todo el cuerpo, le llenaron todo el
cuerpo de picaduras, en la cabeza, en la barriga, en la cola; y lo que es mucho peor, en los mismos ojos. La picaron más de diez en los ojos.
La gamita, loca de dolor, corrió y corrió gritando, hasta que de repente tuvo que pararse porque no veía más: estaba ciega, ciega del todo.
Los ojos se le habían hinchado enormemente, y no veía más. Se quedó
quieta entonces, temblando de dolor y de miedo, y sólo podía llorar
desesperadamente.
-¡Mamá... ¡Mamá! ...
Su madre, que había salido a buscarla, porque tardaba mucho, la halló
al fin, y se desesperó también con su gamita que estaba ciega. La llevó paso a paso hasta su cubil, con la cabeza de su hija recostada en su pescuezo, y los bichos del monte que encontraban en el camino, se acercaban todos a mirar los ojos de la infeliz gamita.
La madre no sabía qué hacer. ¿Qué remedios podía hacerle ella? Ella
sabía bien que en el pueblo que estaba del otro lado del monte vivía un hombre que tenía remedios. El hombre era cazador, y cazaba también
venados, pero era un hombre bueno.
La madre tenía miedo, sin embargo, de llevar a su hija a un hombre
que cazaba gamas. Como estaba desesperada se decidió a hacerlo.
Pero antes quiso ir a pedir una carta de recomendación al Oso
Hormiguero, que era gran amigo del hombre.
Salió, pues, después de dejar a la gamita bien oculta, y atravesó
corriendo el monte, donde el tigre casi la alcanza. Cuando llegó a la
guarida de su amigo, no podía dar un paso más de cansancio.
Este amigo era, como se ha dicho, un oso hormiguero; pero era de una
especie pequeña, cuyos individuos tienen un color amarillo, y por
encima del color amarillo una especie de camiseta negra sujeta por dos
cintas que pasan por encima de los hombros. Tienen también la cola
prensil, porque viven siempre en los árboles, y se cuelgan de la cola.
¿De dónde provenía la amistad estrecha entre el Oso Hormiguero y el
cazador? Nadie lo sabía en el monte; pero alguna vez ha de llegar el
motivo a nuestros oídos.
La pobre madre, pues, llegó hasta el cubil del oso hormiguero.
-¡Tan! ¡Tan! ¡Tan! -llamó jadeante.
-¿Quién es?-respondió el Oso Hormiguero.
-¡Soy yo, la gama!
-¡Ah, bueno! ¿Qué quiere la gama?
-Vengo a pedirle una tarjeta de recomendación para el cazador. La
gamita, mi hija, está ciega.
-¿Ah, la gamita? -le respondió el Oso Hormiguero-. Es una buena
persona. Si es por ella, sí le doy lo que quiere. Pero no necesita nada escrito... Muéstrele esto, y la atenderá.
Y con el extremo de la cola, el oso hormiguero le extendió a la gama
una cabeza seca de víbora, completamente seca, que tenía aún los
colmillos venenosos.
- Muéstrele esto- dijo aún el comedor de hormigas-. No se precisa más.
-¡Gracias, Oso Hormiguero!- respondió contenta la gama-. Usted
también es una buena persona.
Y salió corriendo, porque era muy tarde y pronto iba a amanecer.
Al pasar por su cubil recogió a su hija, que se quejaba siempre, y juntas llegaron por fin al pueblo, donde tuvieron que caminar muy despacito y arrimarse a las paredes, para que los perros no las sintieran. Ya estaban ante la puerta del cazador.
- ¡Tan! ¡Tan! ¡Tan!- golpearon.
- ¿Qué hay?- respondió una voz de hombre, desde adentro.
- ¡Somos las gamas!... ¡ Tenemos la cabeza de víbora!
La madre se apuró a decir esto, para que el hombre supiera bien que
ellas eran amigas del Oso Hormiguero.
- ¡Ah, ah!- dijo el hombre, abriendo la puerta-. ¿Qué pasa?
- Venimos para que cure a mi hija, la gamita, que está ciega.-Y contó al cazador toda la historia de las abejas-.
-¡Hum!... Vamos a ver qué tiene esta señorita- dijo el cazador. Y
volviendo a entrar en la casa, salió de nuevo con una sillita alta, e hizo sentar en ella a la gamita para poderle ver bien los ojos sin agacharse mucho. Le examinó así los ojos, bien de cerca con un vidro redondo muy grande, mientras la mamá alumbraba con el farol de viento
colgado de su cuello.
- Esto no es gran cosa- dijo por fin el cazador, ayudando a bajar a la
gamita-. Pero hay que tener mucha paciencia. Póngale esta pomada en
los ojos todas las noches, y téngala veinte días en la oscuridad.
Después póngale estos lentes amarillos, y se curará.
- ¡Muchas gracias, cazador!- respondió la madre, muy contenta y
agradecida-. ¿Cuánto le debo?
- No es nada- respondió sonriendo el cazador-. Pero tenga mucho
cuidado con los perros, porque en la otra cuadra vive precisamente un
hombre que tiene perros para seguir el rastro de los venados.
Las gamas tuvieron gran miedo; apenas pisaban, y se detenían a cada
momento, Y con todo, los perros las ofgatearon y las corrieron media
legua dentro del monte. Corrían por una picada muy ancha, y delante la
gamita iba balando.
Tal como lo dijo el cazador se efectuó la curación. Pero solo la gama
supo cuánto le costó tener encerrada a la gamita en el hueco de un
gran árbol, durante veinte días interminables. Adentro no se veía nada.
Por fin una mañana la madre apartó con la cabeza el gran montón de
ramas que había arrimado al hueco del árbol para que no entrara luz, y
la gamita con sus lentes amarillos, salió corriendo y gritando:
-¡Veo, mamá! ¡Ya veo todo!
Y la gama, recostando la cabeza en una rama, lloraba también de
alegría, al ver curada su gamita.
Y se curó del todo; Pero aunque curada, y sana y contenta, la gamita
tenía un secreto que la entristecía. Y el secreto era éste: ella quería a toda costa pagarle al hombre que tan bueno había sido con ella, y no sabía cómo.
Hasta que un día creyó haber encontrado el medio. Se puso a recorrer
la orilla de las lagunas y bañados, buscando plumas de garza para
llevarle al cazador. El cazador, por su parte, se acordaba a veces de
aquella gamita ciega que él habia curado.
Y una noche de lluvia estaba el hombre leyendo en su cuarto muy
contento porque acababa de componer el techo de paja, que ahora no
se llovía más; estaba leyendo cuando oyó que llamaban. Abrió la
puerta, y vio a la gamita que le traía un atadito, un plumerito todo
mojado de plumas de garza.
El cazador se puso a reír, y la gamita, avergonzada porque creía que el cazador se reía de su pobre regalo, se fue muy triste. Buscó entonces plumas muy grandes, bien secas y limpias, y una semana después volvió con ellas; y esta vez el hombre, que se había reído la vez anterior de cariño, no se rió esta vez porque la gamita no comprendía la risa. Pero en cambio le regaló un tubo de tacuara lleno de miel, que la gamita tomó loca de contenta.
Desde entonces la gamita y el cazador fueron grandes amigos. Ella se
empeñaba siempre en llevarle plumas de garza que valen mucho
dinero, y se quedaba las horas charlando con el hombre. El ponía
siempre en la mesa un jarro enlozado lleno de miel, y arrimaba la sillita alta para su amiga. A veces le daba también cigarros que las gamas comen con gran gusto, y no les hacen mal. Pasaban así el tiempo,
mirando la llama, porque el hombre tenía una estufa de leña mientras
afuera el viento y la lluvia sacudían el alero de paja del rancho.
Por temor a los perros, la gamita no iba sino en las noches de
tormenta. Y cuando caía la tarde y empezaba a llover, el cazador
colocaba en la mesa el jarrito con miel y la servilleta, mientras él
tomaba café y leía, esperando en la puerta el ¡tan-tan! bien conocido
de su amiga la gamita.
LAS MEDIAS DE LOS FLAMENCOS.
Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los sapos, a los flamencos y a los yacarés, y a los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.
Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarrillos paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo; y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios
por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.
Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgada como un farolito una luciérnaga que se balanceaba.
Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas levaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.
Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en la punta de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.
Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia, no habían sabido como adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentinas, los flamencos se morían de envidia.
Un flamenco dijo entonces:
- Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos medias coloradas,
blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de
nosotros. Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo.
- ¡Tan-tan!- pegaron con las patas.
- ¿Quién es?- respondió el almacenero.
- Somos los flamencos. ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
- No, no hay -contestó el almacenero-. ¿Están locos? En ninguna parte
va a encontrar medias así. Los flamencos fueron entonces a otro almacén.
- ¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero contestó:
- ¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en
ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quienes son?
- Somos los flamencos- respondieron ellos.
Y el hombre dijo:
- Entonces son con seguridad flamencos locos.
Fueron a otro almacén.
- ¡Tan-tan! ¿Tiene medias coloradas, blancas y negras?
El almacenero gritó:
- ¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros
narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse en
seguida!
Y el hombre los echó con la escoba.
Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes
los echaban por locos.
Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río, se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:
- ¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No
van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en
Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi
cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.
Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de
la lechuza. Y le dijeron:
- ¡Buenas noches lechuza! Venimos a pedirte las medias coloradas,
blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.
- ¡Con mucho gusto!- respondió la lechuza-. Esperen un segundo, y
vuelvo en seguida.
Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víboras de coral,
lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había
cazado.
- Aquí están las medias- les dijo la lechuza-. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un
momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes
quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van
entonces a llorar.
Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué
gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de los cueros, que eran como tubos. Y muy contentos se fueron
volando al baile.
Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos
les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias.
Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar.
Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban
hasta el suelo para ver bien.
Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban
la vista de las medias, y se agachaban también tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.
Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron en seguida a las
ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados.
Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más,
tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado; En
seguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron
bien las patas del flamenco. Y vieron qué eran aquellas medias, y
lanzaron un silbido que se oyó desde la otra orilla del Paraná.
- ¡No son medias!- gritaron las víboras-. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han
engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han
puesto sus cueros como medias! ¡Las medias que tienen son de
víboras de coral!
Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban
descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no
pudieron levantar una sola pata. Entonces las víboras de coral se
lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a
mordiscones las medias. Les arrancaron las medias a pedazos,
enfurecidas, y les mordían también las patas, para que murieran.
Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin,
viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los
dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de sus trajes de
baile.
Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos
iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido, eran venenosas.
Pero los flamencos no murieron, corrieron a echarse al agua, sintiendo
un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas,
estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días
y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían
siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.
Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos
casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando
de calmar el ardor que sienten en ellas.
A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por la tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven en seguida, y
corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan
grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no
pueden estirarla.
Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.
EL POTRO SALVAJE.
Era un caballo, un joven potro de corazón ardiente, que llegó del desierto a la ciudad, a vivir del espectáculo de su velocidad.
Ver correr aquel animal era, en efecto, un espectáculo considerable. Corría con la crin al viento y el viento en sus dilatadas narices. Corría, se estiraba; y se estiraba más aún, y el redoble de sus cascos en la tierra no se podía medir. Corría sin regla ni medida, en cualquier dirección del desierto y a cualquier hora del día. No existían pistas para la libertad de su carrera, ni normas para el despliegue de su energía. Poseía extraordinaria velocidad y un ardiente deseo de correr. De modo que se daba todo entero en sus disparadas salvajes, y esta era la fuerza de aquel caballo.
A ejemplo de los animales muy veloces, el joven potro tenía pocas aptitudes para el arrastre. Tiraba mal, sin coraje ni bríos ni gusto. Y como en el desierto apenas alcanzaba el pasto para sustentar a los caballos de pesado tiro, el veloz animal se dirigió a la ciudad a vivir de sus carreras.
En un principio entregó gratis el espectáculo de su gran velocidad, pues nadie hubiera pagado una brizna de paja por verlo -ignorantes todos del corredor que había en él. En las bellas tardes, cuando las gentes poblaban los campos inmediatos a la ciudad -y sobre todo los domingos-, el joven potro trotaba a la vista de todos, arrancaba de golpe, deteníase, trotaba de nuevo husmeando el viento, para lanzarse por fin a toda velocidad, tendido en una carrera loca que parecía imposible de superar y que superaba a cada instante, pues aquel joven potro, como hemos dicho, ponía en sus narices, en sus cascos y su carrera, todo su ardiente corazón.
Las gentes quedaron atónitas ante aquel espectáculo que se apartaba de todo lo que acostumbraban ver, y se retiraron sin apreciar la belleza de aquella carrera.
"No importa -se dijo el potro, alegremente-. Iré a ver a un empresario de espectáculos y ganaré, entretanto, lo suficiente para vivir."
De qué había vivido hasta entonces en la ciudad, apenas él podía decirlo. De su propia hambre, seguramente, y de algún desperdicio desechado en el portón de los corralones.
Fue, pues, a ver a un organizador de fiestas.
-Yo puedo correr ante el público -dijo el caballo- si me pagan por ello. No sé qué puedo ganar; pero mi modo de correr ha gustado a algunos hombres.
-Sin duda, sin duda... -le respondieron-. Siempre hay algún interesado en estas cosas... No es cuestión, sin embargo, de que se haga ilusiones... Podríamos ofrecerle, con un poco de sacrificio de nuestra parte...
El potro bajó los ojos hacia la mano del hombre, y vio lo que le ofrecían: era un montón de paja, un poco de pasto ardido y seco.
-No podemos más... Y, asimismo...
El joven animal consideró el puñado de pasto con que se pagaban sus extraordinarias dotes de velocidad, y recordó las muecas de los hombres ante la libertad de su carrera, que cortaba en zigzag las pistas trilladas.
"No importa -se dijo alegremente-. Algún día se divertirán. Con este pasto ardido podré, entretanto, sostenerme."
Y aceptó contento, porque lo que él quería era correr.
Corrió, pues, ese domingo y los siguientes, por igual puñado de pasto cada vez, y cada vez dándose con toda el alma en su carrera. Ni un solo momento pensó en reservarse, engañar, seguir las rectas decorativas, para halago de los espectadores que no comprendían su libertad. Comenzaba el trote como siempre con las narices de fuego y la cola en arco; hacia resonar la tierra en sus arranques, para lanzarse por fin a escape a campo traviesa, en un verdadero torbellino de ansia, polvo y tronar de cascos. Y por premio, su puñado de pasto seco que comía contento y descansado después del baño.
A veces, sin embargo, mientras trituraba su joven dentadura los duros tallos, pensaba en las repletas bolsas de avena que veía en las vidrieras, en la gula de maíz y alfalfa olorosa que desbordaba de los pesebres.
"No importa -se decía alegremente-. Puedo darme por contento con este rico pasto."
Y continuaba corriendo con el vientre ceñido de hambre, como había corrido siempre.
Poco a poco, sin embargo, los paseantes de los domingos se acostumbraron a su libertad de carrera, y comenzaron a decirse unos a otros que aquel espectáculo de velocidad salvaje, sin reglas ni cercas, causaba una bella impresión.
-No corre por las sendas, como es costumbre -decían-, pero es muy veloz. Tal vez tiene ese arranque porque se siente más libre fuera de las pistas trilladas. Y se emplea a fondo.
En efecto, el joven potro, de apetito nunca saciado y que obtenía apenas de qué vivir con su ardiente velocidad, se empleaba siempre a fondo por un puñado de pasto, como si esa carrera fuera la que iba a consagrarlo definitivamente. Y tras el baño, comía contento su ración, la ración basta y mínima del más oscuro de los más anónimos caballos.
"No importa -se decía alegremente-. Ya llegará el día en que se diviertan..."
El tiempo pasaba, entretanto. Las voces cambiadas entre los espectadores cundieron por la ciudad, traspasaron sus puertas, y llegó por fin un día en que la admiración de los hombres se asentó confiada y ciega en aquel caballo de carrera. Los organizadores de espectáculos llegaron en tropel a contratarlo, y el potro, ya de edad madura, que había corrido toda su vida por un puñado de pasto, vio tendérsele en disputa apretadísimos fardos de alfalfa, macizas bolsas de avena y maíz -todo en cantidad incalculable-, por el solo espectáculo de una carrera.
Entonces el caballo tuvo por primera vez un pensamiento de amargura, al pensar en lo feliz que hubiera sido en su juventud si le hubieran ofrecido la milésima parte de lo que ahora le introducían gloriosamente en el gaznate.
"En aquel tiempo -se dijo melancólicamente- un solo puñado de alfalfa como estímulo, cuando mi corazón saltaba de deseos de correr, hubiera hecho de mi al más feliz de los seres. Ahora estoy cansado."
En efecto, estaba cansado. Su velocidad era, sin duda, la misma de siempre, y el mismo el espectáculo de su salvaje libertad. Pero no poseía ya el ansia de correr de otros tiempos. Aquel vibrante deseo de tenderse a fondo, que antes el joven potro entregaba alegre por un montón de paja, precisaba ahora toneladas de exquisito forraje para despertar.
El triunfante caballo pesaba largamente las ofertas, calculaba, especulaba finalmente con sus descansos. Y cuando los organizadores se entregaban por último a sus exigencias, recién entonces sentía deseos de correr. Corría entonces, como él solo era capaz de hacerlo; y regresaba a deleitarse ante la magnificencia del forraje ganado.
Cada vez, sin embargo, el caballo era más difícil de satisfacer, aunque los organizadores hicieran verdaderos sacrificios para excitar, adular, comprar aquel deseo de correr que moría bajo la presión del éxito. Y el potro comenzó entonces a temer por su prodigiosa velocidad, si la entregaba toda en cada carrera. Corrió entonces, por primera vez en su vida, reservándose, aprovechándose cautamente del viento y las largas sendas regulares. Nadie lo notó -o por ello fue acaso más aclamado que nunca-, pues se creía ciegamente en su salvaje libertad para correr.
Libertad... No, ya no la tenía. La había perdido desde el primer instante en que reservó sus fuerzas para no flaquear en la carrera siguiente. No corrió más a campo traviesa ni a fondo ni contra el viento. Corrió sobre sus propios rastros más fáciles, sobre aquellos zigzag que más ovaciones habían arrancado. Y en el miedo siempre creciente de agotarse, llegó el momento en que el caballo de carrera aprendió a correr con estilo, engañando, escarceando cubierto de espumas por las sendas más trilladas. Y un clamor de gloria lo divinizó.
Pero dos hombres, que contemplaban aquel lamentable espectáculo, cambiaron algunas tristes palabras.
-Yo lo he visto correr en su juventud -dijo el primero-; y si uno pudiera llorar por un animal, lo haría en recuerdo de lo que hizo este mismo caballo cuando no tenía qué comer.
-No es extraño que lo haya hecho antes -dijo el segundo-. Juventud y hambre son el más preciado don que puede conceder la vida a un fuerte corazón.
Joven potro: Tiéndete a fondo en tu carrera, aunque apenas se te dé para comer. Pues si llegas sin valor a la gloria, y adquieres estilo para trocarlo fraudulentamente por pingüe forraje, te salvará el haberte dado un día todo entero por un puñado de pasto.
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