Ricardo Mariño y sus cuentos.

Ricardo Mariño


Foto de Ricardo Mariño
Nació en Chivilcoy, provincia de Buenos Aires. Es escritor y periodista. Ha colaborado en publicaciones infantiles como Billiken, Humi, y AZ Diez y en los suplementos dominicales de los diarios Clarín y Página/12. Anteriormente se desempeñó como periodista de la agencia de noticias DAN y guionista de programas infantiles de TV, así como director de la revista literaria Mascaró entre 1985 y 1988. Fue tallerista de la Dirección Nacional del Libro (Secretaría de Cultura de la Nación) entre 1987 y 1989. También fue jurado de varios premios. Algunas de las distinciones que ha recibido su obra son Primer Premio Casa de las Américas 1988, porCuentos Ridículos; mención en el concurso literario Editorial Susaeta, 1987 por el cuento "El árbol de las varitas mágicas"; Recomendación de IBBY internacional para la publicación de Cuentos ridículos y El sapo más lindo del mundo, 1990. Premio Konex 1994 en reconocimiento al trabajo en literatura infantil en la década 84-94: finalista del Concurso Latinoamericano de Literatura Juvenil de Fundalectura y Editorial Norma de Colombia, 1996; recomendación de Fundalectura (Colombia) por Cuentos espantosos, 1996. Su libro de cuentos para adultos Silbidos en el cielo obtuvo el Segundo Premio Municipal.


CUENTO CON OGRO Y PRINCESA.
Fue así: yo estaba escribiendo un cuento sobre una Princesa. Las princesas, ya se sabe, son lindas, tienen hermosos vestidos y, en general, son un poco tontas. La Princesa de mi cuento había sido raptada por un espantoso Ogro. El Ogro había llevado a la Princesa hasta su casa-cueva. La tenía atada a una silla y en ese momento estaba cortando leña: pensaba hacer “princesa al horno con papas”. Las papas ya las tenía peladas.

Es decir había que salvar a la Princesa.

Pero no se me ocurría cómo salvarla. El cuento estaba estancado en ese punto: el Ogro dele y dele cortar leña y la Princesa, pobrecita, temblando de miedo. Me puse nervioso. Más todavía cuando el Ogro terminó de cortar, acarreó la leña hasta la cocina y empezó a echarla al fuego. En cualquier momento dejaría de echar leña y acomodaría a la Princesa en la enorme fuente que estaba a su lado. Agregaría las papas, un poco de sal, y zas, ¡al horno! ¿Qué hacer?

Se me ocurrió buscar en la guía telefónica. Descarté llamar a la policía (en las películas y en los cuentos la policía siempre llega tarde); tampoco quise llamar a un detective (no soporto que fumen en pipa en mis cuentos). Por fin, encontré algo que me podía servir:

“Rubinatto, Atilio, personaje de cuentos. TE 363-9569”

-Hola, ¿hablo con el señor Atilio Rubinatto?

-Sí, señor, con el mismo.

-Mire, yo lo llamaba… en fin, por la Princesa…

-¿Qué le pasa? ¿Está triste?

-Sí, más que triste.

-¿Qué tendrá la Princesa?

-La van a hacer al horno.

-¿Al horno?

-Sí, con papas.

-¿Quién?

-¿Quién qué?

-¿Quién la va a cocinar?

-El Ogro, ¿quién va a ser?

-Pero mire un poco. ¡Las cosas que pasan! Y uno ni se entera. Ya no se puede salir a la calle. Adónde iremos a parar. Casualmente, hoy le comentaba a un amigo que…

-Escúcheme, Rubinatto.

-Sí.

-Lo que yo necesito es que usted participe en el cuento.

-¿Qué cuento?

-En el que estoy escribiendo. Quiero que usted haga de héroe que salva a la Princesa.

-Bueno, no le niego que la oferta es interesante, pero, en fin, últimamente estoy muy ocupado. Tengo trabajo atrasado…

-¿Trabajo atrasado?

-Claro. Tengo que hacer de sapo pescador que se transforma en sardina en un cuento que se llama “Malvina, la sardina bailarina”. Además, me falta repartir como treinta cartas en un cuento donde hago de “viejo cartero bondadoso”. Es un personaje muy lindo, todos los chicos lo quieren…

-¿Piensa dejar que el Ogro se coma a la Princesa? Usted no tiene sentimientos. Es un monstruo.

-Ya le digo, ando muy ocupado. No sé, si me hubiera avisado con tiempo, lo hacía gustoso… Llámeme en otro momento.

-¡Qué otro momento! Si esperamos un minuto más, chau Princesita. Rubinatto, usted no puede hacer esto, qué pensarán sus admiradores…

-Es cierto…

-Van a pensar que usted es un cobarde, un…

-Está bien, está bien. Veré qué hago. No, usted tiene que decirme qué hago, ¿qué hago?

-Y… puede hacer de vendedor de manteles. Ahí está. Listo. Usted hace de vendedor de manteles. Llega hasta la casa del Ogro. Llama a la puerta. Cuando el Ogro abre, usted le da un par de sopapos. Después desata a la Princesa y escapan… ¿qué le parece?

-¡Ni loco! ¿De vendedor de manteles? De Príncipe o nada. Y al final, después que la salvo, me caso con ella.

-No, de vendedor de manteles.

-¡De Príncipe!

-¡Vendedor de manteles!

-¡Príncipe o nada!

-Está bien, haga de Príncipe… me va a arruinar el cuento, pero por lo menos salva a la Princesa.

Y llego en un caballo blanco y tengo una gran capa dorada.

-Sí, todo lo que quiera, pero apúrese porque si no…

-Y ahora la meto en la fuente y listo –dijo el espantoso Ogro, pellizcando el cachete de la Princesa.

En eso se escuchó que alguien gritaba fuera de la casa-cueva:

- ¡Ehh! ¿Hay alguien en la casa?

¿Quién sería? El Ogro se asomó a la ventana. Vio que del otro lado de la verja de su casa-cueva había un tipo muy extraño montado en un caballo blanco. Llevaba una capa dorada pero se notaba que se había vestido de apuro. Tenía la ropa mal puesta, la camisa afuera, una bota sin atar, y el pelo desprolijo.

-¿Qué quiere? –le preguntó el Ogro desde la ventana.

-Soy el Príncipe Atilio.

-¿Y a mí qué me importa? –contestó el maleducado del Ogro.

-Es que ando vendiendo manteles…

-Manteles, ¿eh?

-Sí. Tengo algunos en oferta que le pueden interesar. Lavables. Estampados. Confeccionados en fibras de tres milímetros. En cualquier negocio cuestan dos o tres pesos. Yo, el Príncipe Atilio, se lo puedo dejar en tres centavos.

El Ogro lo pensó. La verdad que no le venía mal un lindo mantelito. La cueva estaba hecha un asco. Y ya que se iba a dar un festín de “princesa al horno con papas”, ¿por qué no estrenar un mantelito si estaban tan baratos?

-Espere. Ya le abro –dijo por fin el Ogro.

Atilio bajó del caballo.

Acá viene la parte de las piñas.

-Tomá. Agarrá el mantel –le dijo el Príncipe Atilio.

Cuando el Ogro lo agarró, le dio una trompada que lo hizo volar exactamente 87 metros y 34 centímetros. Pero el Ogro se levantó, arrancó un sauce de más de 3.600 kilos y se lo dio por la cabeza al Príncipe. Antes de que el Ogro saltara sobre él a rematarlo, el Príncipe agarró una piedra de más o menos cuatro mil kilos y se la tiró sobre el dedito gordo del pie derecho. El Ogro la esquivó y rápidamente hizo un pozo en la tierra de un metro y medio de diámetro y diez metros de hondo, para que el Príncipe cayera adentro.

Era una pelea muy dura.

El Príncipe, queridos lectores, desgraciadamente cayó al pozo.

El Ogro volvió contento a su casa.

Pero cuando llegó, la Princesa ya no estaba. La había desatado el caballo blanco del Príncipe. La Princesa subió al caballo y juntos fueron a sacar al Príncipe Atilio del pozo.

-Amada mía –le dijo el Príncipe Atilio desde allá abajo al reconocer el rostro angelical de la Princesa.

-Amado mío –respondió la Princesa.

-He venido a salvarte –le dijo el Príncipe.

-¡Oh! ¡Qué valiente!

-He venido por ti.

-Has venido por mí.

-Pero si no me sacas de aquí, no podré salvarte.

-Oh, si no te saco de ahí, no podrás salvarme.

-Amada mía.

-Amado mío.

-¿Por qué no se apuran un poco, che? –se quejó el caballo-. Va a venir el Ogro y este cuento no se va a terminar nunca.

Huyeron.

Se casaron, fueron felices, pusieron una venta de manteles y nunca se acordaron del Ogro

EL COLECTIVO FANTASMA


El más fastidioso de los muertos se llamaba Tomás Bondi. Frecuentemente el encargado del cementerio encontraba tierra removida junto a la tumba de Tomás y advertía que la lápida de mármol, donde decía "Tomás Bondi (1939-2004) Premio Volante de Oro al mejor colectivero", estaba corrida un metro o dos.

El finado Tomás Bondi extrañaba a su colectivo. A diferencia de los demás muertos a quienes a lo sumo se les daba por aullar o salir a dar una vuelta convertidos en fantasmas, él necesitaba manejar un poco su colectivo.

Salía de la tumba, pasaba ante el encargado del cementerio, que no lo veía porque los fantasmas son invisibles, y caminaba treinta cuadras hasta la empresa de transporte donde en vida había trabajado. 


Se metía en el galpón donde quedaban estacionados los vehículos y cuando veía a su colectivo, el 121, casi lloraba de emoción.

Al rato se ponía a pasarle una franela. Limpiaba los espejitos, lustraba los faros, les sacaba brillo a los vidrios. El problema era el sereno. En cuanto veía que un trapo limpiaba al colectivo, solo, sin ser sostenido por nadie, salía corriendo y abandonaba el puesto de trabajo.

Después, Tomás Bondi ponía al 121 en marcha y salía a dar una vuelta. Se detenía en todas las paradas y la gente subía. Cuando notaban que era un colectivo que nadie manejaba, trataban de escapar despavoridos, pero Tomás ya había arrancado y cerraba las puertas. 

Recién se podían bajar en la parada siguiente.

Por un tiempo la gente habló con terror de aquel colectivo sin conductor pero luego empezó a notar que no era peligroso. Además se detenía junto al cordón de la vereda como corresponde, esperaba a que subieran las viejitas y nunca pasaba un semáforo en rojo.

—Como si lo manejara el finado Tomás Bondi —comentó una vez un jubilado.

La gente comenzó a dejar pasar a los colectivos conducidos por choferes y se quedaba esperando el 121 porque en él, encima, no había que pagar boleto.

Un día los dueños de la empresa de transporte decidieron abandonar el colectivo fantasma en un desarmadero donde se apilaban restos de camiones, autos y otras chatarras.

La siguiente vez que Tomás Bondi salió de su tumba y fue a buscar a su colectivo, no lo encontró. Fue terrible para él y volvió llorando al cementerio. Se metió en el ataúd, cerró la tapa, corrió la lápida con la mente, acomodó la tierra y comenzó a emitir tristísimos aullidos que le ponían los pelos de punta al encargado del cementerio.

Así pasó una semana.

Para entonces los empleados del desarmadero terminaron de separar cada parte del 121 y finalmente un domingo el colectivo murió. Esa misma noche se convirtió en fantasma de colectivo, idéntico a como era en vida, pero invisible. Encendió su motor, acomodó los espejitos y arrancó.

A las doce de la noche Tomás estaba aullando como hacía últimamente, cuando de pronto escuchó algo que le pareció un sueño: la bocina del 121. ¿Cómo podía ser? Pero era. Tomás salió de la tumba a toda carrera y en la entrada al cementerio encontró al 121 fantasma.

Desde entonces Tomás sale todas las noches a dar una vuelta en el 121 y lleva a pasear a todos los muertos del cementerio. Como no alcanzan los asientos, muchos tienen que ir parados, otros van colgados del estribo y dos, que en vida trabajaron en un circo, van en el techo haciendo acrobacias.

Ninguna persona viva puede ver ni oír al 121 aunque Tomás pone la radio a todo volumen, toca bocinazos en las esquinas y los muertos cantan canciones de hinchadas de fútbol. Las noches en la ciudad volvieron a ser silenciosas. El encargado del cementerio también pasa las noches tranquilo porque los muertos, cuando regresan del paseo, acomodan sus tumbas prolijamente y se van a dormir.

LA ESTRELLA DE FUTBOL

De chico fui muy malo jugando al fútbol: en lugar de la pelota, pateaba los tobillos; a veces festejaba un gol de los adversarios o perseguía al referí pensando que era un adversario.

Pese a todo, un día los chicos vinieron a buscarme, nuestro equipo debía enfrentar al barrio “El chorizo”, un equipo de chicos gordos, alimentados con toneladas de carne, porque eran hijos de trabajadores de un frigorífico.

Nuestro barrio, en cambio, era débil y propenso a la gripe.

Nuestros padres trabajaban en el molino harinero, y nosotros vivíamos comiendo fideos.

El día del partido, había tres de los nuestros con fiebre. Por eso vinieron a buscarme.


Cuando faltaban cinco minutos, el partido seguía cero a cero.

Habíamos pasado todo el tiempo metidos en nuestro arco, haciendo rebotar en nuestras cabezas, rodillas y colas los terribles pelotazos que tiraban los adversarios. Yo no había logrado tocar la pelota con los pies, pero sí impedí tres goles: uno con la espalda, otro con la oreja y otro con la nariz.

“¡Troncoso ya nos salvó de tres goles –gritó un chico-. Vieron que había que traerlo!” Cuando estaba por terminar el partido, hubo un córner para nosotros. Mi abuelo, que hacía de referí, me dijo: “Andá a cabecear, Carlitos, que después del córner lo termino”.

Fui. Vi que la pelota venía en el aire y, con los ojos cerrados, corrí hacia ella. 

Hacia el mismo objetivo iba todo el mundo. Varias cabezas chocaron, cuatro jugadores cayeron al suelo y, en medio del lío, sentí que algo duro estallaba contra mi mejilla derecha.

Cuando desperté, me di cuenta de que mis compañeros me llevaban en andas y gritaban “goool”. Mi abuelo saltaba sobre su reloj y gritaba: “¡Terminó! ¡Terminó!”.

Aquel día gané para siempre el respeto de todo el barrio.

Desde entonces, cada vez que pasaba por el almacén, el dueño me gritaba “¡Grande, Troncoso!”, y el kiosquero cada tanto me regalaba una gaseosa sólo para que yo volviera a contar cómo había sido el gol.


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